Aqui os presentamos una muestra:
Fernando Gallardo Sanz
Pablo Porlan
Los Leones del Raval por Clara González Calvo (Klarkagonzalez@hotmail.com)
Son las 10 de la mañana de un domingo nublado en el centro de Barcelona, y los últimos Sikh que se amontonan alrededor de la entrada de su templo, en la calle Hospital, van cruzando la puerta de forma tranquila y desordenada. Una vez dentro se descalzan, se lavan los pies y las manos, si llevan la cabeza descubierta se cubren con un pañuelo naranja y caminan hacia el altar, donde se arrodillan haciendo una profunda reverencia. Después toman asiento en el suelo, mirando al frente: las mujeres a la izquierda, pasando a formar parte de un mar de velos de lentejuelas y bordados luminosos; y los hombres a la derecha, donde se distinguen algunos turbantes de vivos colores.
Hace ya unos minutos que ha dado comienzo el ritual que inaugura el Baisakhi, fiesta con la que cada primavera los Sikh celebran el nacimiento de la orden de los Khalsa, a la cual pertenecen todos los miembros de esta comunidad que deciden recibir el bautismo, y que se creó cuando su décimo gurú, llamado Gurú Gobind Singh, se bautizó a sí mismo y a los primeros Khalsa el 13 de abril de 1699.
Es difícil sentirse incómodo más de 10 minutos en un templo Sikh. No es muy silencioso, ni de estructura jerarquizada, y las personas ajenas a la comunidad que entran en este lugar de culto son bien recibidas y tratadas con hospitalidad. Pueden sentarse entre ellos y son invitados a comer con ellos, que los observan con curiosidad, pero con respeto, y les sonríen con cautela pero con calidez. En ocasiones cantan atronadoramente, y van repartiendo platos y sirviendo en ellos fideos secos y verduras rebozadas al curry. El té es muy dulce y especiado, y ellos muestran un inocente interés por saber acerca de los individuos que no pertenecen a su colectivo. No es extraño que Sikh signifique “discípulo” o “estudiante”. Muchos Sikh se muestran receptivos a aprender lo que desconocen, y están igualmente intensados en transmitir su cultura.
La religión Sikh nació en el siglo XV en el Punjab, una región al noroeste de la india en la frontera con Pakistán, ex colonia británica y, durante el siglo pasado, foco de numerosos conflictos, marcados por el choque entre el Hinduismo y el Islam, y por las tentativas de crear una nación Sikh, el anhelado Estado de Khalkistan. El Sikhismo nació como reacción contra el odio existente entre hindúes y musulmanes, incomprensible a ojos del primer gurú Sikh, conocido como Guru Nanak, que se opuso al sistema de castas y predicó la unidad de la humanidad, base sobre la que se construyó la religión Sikh. Su famoso Templo Dorado, en la ciudad de Amritsar, en el Punjab, tiene cuatro puertas para recibir a la gente que llega desde las cuatro esquinas del mundo. El pequeño templo de la calle Hospital, a pesar de contar sólo con una puerta, participa de la misma filosofía: familia, comunidad y humanidad son, para los Sikh, sólo una, y es esta conciencia de igualdad lo que hace que la mayoría de ellos cambien su apellido por aquel común a todos los Sikh: “Singh” para los hombres y “Kaur” para las mujeres, apellidos que significan “León” y “Princesa” respectivamente.
Una vez finalizada la ceremonia, comienza el desfile por las calles del barrio del Raval, abarrotado de repente de hombres y mujeres Sikh, algunos de ellos descalzos, y encabezado por lo que parece una especie de altar móvil adornado con guirnaldas de vivos colores y que porta el libro sagrado, Guru Granth Sahib, el último y definitivo gurú Sikh, que vive en una habitación sobre el templo donde es cuidadosamente atendido e incluso abanicado, y que para los Sikh es tan importante como una persona.
Entre la multitud es fácil distinguir a los Khalsa, protagonistas de la celebración, que lucen los cinco distintivos, símbolos de su fe, conocidos como las 5Ks: Kesh, pelo largo que no se cortan y que envuelven en un turbante; Khanga, un pequeño peine de madera que guardan también dentro del turbante; Kirpan, una pequeña daga, solo para defenderse; Kara, un brazalete de metal que les recuerda que no deben robar; y Khacha, unos pantalones cortos de algodón, símbolo de castidad.
A pocos metros del templo se detienen en un ensanche de la calle y abren un enorme círculo. En el interior, el maestro de una escuela inglesa y sus alumnos, invitados con motivo del aniversario Khalsa, comienzan una lucha con sables, en parte simulación, en parte real. A veces utilizan palos, y algunos momentos el combate es cuerpo a cuerpo. Al ritmo de los tambores y de los gritos de los espectadores que les vitorean, los luchadores, entre los que se encuentran niños y niñas de corta edad, llevan a cabo con actitud valiente esta especie de danza atávica que recuerda en ocasiones a las artes marciales, y la ejecutan con vehemencia, en ocasiones incluso con furia, pero con armonía.
Para culminar la exhibición, el maestro coloca frutas sobre los cuerpos de algunos de sus discípulos y, con los ojos vendados, sable en mano, danza entre ellos. Cuenta los pasos, calcula la posición exacta de cada cuerpo, y con golpes limpios va partiendo en dos cada plátano, hasta llegar a la última fruta, una enorme sandía situada en el vientre de uno de sus alumnos, que corta en dos mitades perfectas de un sablazo rápido y enérgico. Toda la plaza estalla en aplausos mientras los luchadores se abrazan, saludan orgullosos y posan delante de decenas de cámaras y móviles.
A pesar de tratarse de un verdadero espectáculo, para los Sikh este ritual no es un simple baile de exhibición en las fiestas, sino un juego que contiene toda su realidad, su filosofía de vida, y su equilibrio. Una tradición ancestral que les ayuda a controlar la violencia sin renunciar a ella, una forma de dominar ese viento del Punjab que les habla de décadas de guerras y represión, y sobre todo, un medio para expresar su rabia y para vencer el miedo, y así poder seguir defendiendo y practicando en sus vidas, día tras día, su convivencia pacífica.
Son las 10 de la mañana de un domingo nublado en el centro de Barcelona, y los últimos Sikh que se amontonan alrededor de la entrada de su templo, en la calle Hospital, van cruzando la puerta de forma tranquila y desordenada. Una vez dentro se descalzan, se lavan los pies y las manos, si llevan la cabeza descubierta se cubren con un pañuelo naranja y caminan hacia el altar, donde se arrodillan haciendo una profunda reverencia. Después toman asiento en el suelo, mirando al frente: las mujeres a la izquierda, pasando a formar parte de un mar de velos de lentejuelas y bordados luminosos; y los hombres a la derecha, donde se distinguen algunos turbantes de vivos colores.
Hace ya unos minutos que ha dado comienzo el ritual que inaugura el Baisakhi, fiesta con la que cada primavera los Sikh celebran el nacimiento de la orden de los Khalsa, a la cual pertenecen todos los miembros de esta comunidad que deciden recibir el bautismo, y que se creó cuando su décimo gurú, llamado Gurú Gobind Singh, se bautizó a sí mismo y a los primeros Khalsa el 13 de abril de 1699.
Es difícil sentirse incómodo más de 10 minutos en un templo Sikh. No es muy silencioso, ni de estructura jerarquizada, y las personas ajenas a la comunidad que entran en este lugar de culto son bien recibidas y tratadas con hospitalidad. Pueden sentarse entre ellos y son invitados a comer con ellos, que los observan con curiosidad, pero con respeto, y les sonríen con cautela pero con calidez. En ocasiones cantan atronadoramente, y van repartiendo platos y sirviendo en ellos fideos secos y verduras rebozadas al curry. El té es muy dulce y especiado, y ellos muestran un inocente interés por saber acerca de los individuos que no pertenecen a su colectivo. No es extraño que Sikh signifique “discípulo” o “estudiante”. Muchos Sikh se muestran receptivos a aprender lo que desconocen, y están igualmente intensados en transmitir su cultura.
La religión Sikh nació en el siglo XV en el Punjab, una región al noroeste de la india en la frontera con Pakistán, ex colonia británica y, durante el siglo pasado, foco de numerosos conflictos, marcados por el choque entre el Hinduismo y el Islam, y por las tentativas de crear una nación Sikh, el anhelado Estado de Khalkistan. El Sikhismo nació como reacción contra el odio existente entre hindúes y musulmanes, incomprensible a ojos del primer gurú Sikh, conocido como Guru Nanak, que se opuso al sistema de castas y predicó la unidad de la humanidad, base sobre la que se construyó la religión Sikh. Su famoso Templo Dorado, en la ciudad de Amritsar, en el Punjab, tiene cuatro puertas para recibir a la gente que llega desde las cuatro esquinas del mundo. El pequeño templo de la calle Hospital, a pesar de contar sólo con una puerta, participa de la misma filosofía: familia, comunidad y humanidad son, para los Sikh, sólo una, y es esta conciencia de igualdad lo que hace que la mayoría de ellos cambien su apellido por aquel común a todos los Sikh: “Singh” para los hombres y “Kaur” para las mujeres, apellidos que significan “León” y “Princesa” respectivamente.
Una vez finalizada la ceremonia, comienza el desfile por las calles del barrio del Raval, abarrotado de repente de hombres y mujeres Sikh, algunos de ellos descalzos, y encabezado por lo que parece una especie de altar móvil adornado con guirnaldas de vivos colores y que porta el libro sagrado, Guru Granth Sahib, el último y definitivo gurú Sikh, que vive en una habitación sobre el templo donde es cuidadosamente atendido e incluso abanicado, y que para los Sikh es tan importante como una persona.
Entre la multitud es fácil distinguir a los Khalsa, protagonistas de la celebración, que lucen los cinco distintivos, símbolos de su fe, conocidos como las 5Ks: Kesh, pelo largo que no se cortan y que envuelven en un turbante; Khanga, un pequeño peine de madera que guardan también dentro del turbante; Kirpan, una pequeña daga, solo para defenderse; Kara, un brazalete de metal que les recuerda que no deben robar; y Khacha, unos pantalones cortos de algodón, símbolo de castidad.
A pocos metros del templo se detienen en un ensanche de la calle y abren un enorme círculo. En el interior, el maestro de una escuela inglesa y sus alumnos, invitados con motivo del aniversario Khalsa, comienzan una lucha con sables, en parte simulación, en parte real. A veces utilizan palos, y algunos momentos el combate es cuerpo a cuerpo. Al ritmo de los tambores y de los gritos de los espectadores que les vitorean, los luchadores, entre los que se encuentran niños y niñas de corta edad, llevan a cabo con actitud valiente esta especie de danza atávica que recuerda en ocasiones a las artes marciales, y la ejecutan con vehemencia, en ocasiones incluso con furia, pero con armonía.
Para culminar la exhibición, el maestro coloca frutas sobre los cuerpos de algunos de sus discípulos y, con los ojos vendados, sable en mano, danza entre ellos. Cuenta los pasos, calcula la posición exacta de cada cuerpo, y con golpes limpios va partiendo en dos cada plátano, hasta llegar a la última fruta, una enorme sandía situada en el vientre de uno de sus alumnos, que corta en dos mitades perfectas de un sablazo rápido y enérgico. Toda la plaza estalla en aplausos mientras los luchadores se abrazan, saludan orgullosos y posan delante de decenas de cámaras y móviles.
A pesar de tratarse de un verdadero espectáculo, para los Sikh este ritual no es un simple baile de exhibición en las fiestas, sino un juego que contiene toda su realidad, su filosofía de vida, y su equilibrio. Una tradición ancestral que les ayuda a controlar la violencia sin renunciar a ella, una forma de dominar ese viento del Punjab que les habla de décadas de guerras y represión, y sobre todo, un medio para expresar su rabia y para vencer el miedo, y así poder seguir defendiendo y practicando en sus vidas, día tras día, su convivencia pacífica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario