martes, 28 de abril de 2009

PhotoVerbum cubrió la celebracion del Baisakhi en las calles del Raval

Los fotógrafos Fernando Gallardo y Pablo Porlan, junto a las periodistas Clara González y Lucía Aldabalde compartieron con la comunidad Sij de Barcelona su día más importante del año. Os dejamos aquí una muestra de las fotos y una crónica de todo lo que ocurrió escrita por Clara González Calvo.

Aqui os presentamos una muestra:


Fernando Gallardo Sanz



Pablo Porlan



Los Leones del Raval por Clara González Calvo (Klarkagonzalez@hotmail.com)


Son las 10 de la mañana de un domingo nublado en el centro de Barcelona, y los últimos Sikh que se amontonan alrededor de la entrada de su templo, en la calle Hospital, van cruzando la puerta de forma tranquila y desordenada. Una vez dentro se descalzan, se lavan los pies y las manos, si llevan la cabeza descubierta se cubren con un pañuelo naranja y caminan hacia el altar, donde se arrodillan haciendo una profunda reverencia. Después toman asiento en el suelo, mirando al frente: las mujeres a la izquierda, pasando a formar parte de un mar de velos de lentejuelas y bordados luminosos; y los hombres a la derecha, donde se distinguen algunos turbantes de vivos colores.

Hace ya unos minutos que ha dado comienzo el ritual que inaugura el Baisakhi, fiesta con la que cada primavera los Sikh celebran el nacimiento de la orden de los Khalsa, a la cual pertenecen todos los miembros de esta comunidad que deciden recibir el bautismo, y que se creó cuando su décimo gurú, llamado Gurú Gobind Singh, se bautizó a sí mismo y a los primeros Khalsa el 13 de abril de 1699.

Es difícil sentirse incómodo más de 10 minutos en un templo Sikh. No es muy silencioso, ni de estructura jerarquizada, y las personas ajenas a la comunidad que entran en este lugar de culto son bien recibidas y tratadas con hospitalidad. Pueden sentarse entre ellos y son invitados a comer con ellos, que los observan con curiosidad, pero con respeto, y les sonríen con cautela pero con calidez. En ocasiones cantan atronadoramente, y van repartiendo platos y sirviendo en ellos fideos secos y verduras rebozadas al curry. El té es muy dulce y especiado, y ellos muestran un inocente interés por saber acerca de los individuos que no pertenecen a su colectivo. No es extraño que Sikh signifique “discípulo” o “estudiante”. Muchos Sikh se muestran receptivos a aprender lo que desconocen, y están igualmente intensados en transmitir su cultura.

La religión Sikh nació en el siglo XV en el Punjab, una región al noroeste de la india en la frontera con Pakistán, ex colonia británica y, durante el siglo pasado, foco de numerosos conflictos, marcados por el choque entre el Hinduismo y el Islam, y por las tentativas de crear una nación Sikh, el anhelado Estado de Khalkistan. El Sikhismo nació como reacción contra el odio existente entre hindúes y musulmanes, incomprensible a ojos del primer gurú Sikh, conocido como Guru Nanak, que se opuso al sistema de castas y predicó la unidad de la humanidad, base sobre la que se construyó la religión Sikh. Su famoso Templo Dorado, en la ciudad de Amritsar, en el Punjab, tiene cuatro puertas para recibir a la gente que llega desde las cuatro esquinas del mundo. El pequeño templo de la calle Hospital, a pesar de contar sólo con una puerta, participa de la misma filosofía: familia, comunidad y humanidad son, para los Sikh, sólo una, y es esta conciencia de igualdad lo que hace que la mayoría de ellos cambien su apellido por aquel común a todos los Sikh: “Singh” para los hombres y “Kaur” para las mujeres, apellidos que significan “León” y “Princesa” respectivamente.

Una vez finalizada la ceremonia, comienza el desfile por las calles del barrio del Raval, abarrotado de repente de hombres y mujeres Sikh, algunos de ellos descalzos, y encabezado por lo que parece una especie de altar móvil adornado con guirnaldas de vivos colores y que porta el libro sagrado, Guru Granth Sahib, el último y definitivo gurú Sikh, que vive en una habitación sobre el templo donde es cuidadosamente atendido e incluso abanicado, y que para los Sikh es tan importante como una persona.

Entre la multitud es fácil distinguir a los Khalsa, protagonistas de la celebración, que lucen los cinco distintivos, símbolos de su fe, conocidos como las 5Ks: Kesh, pelo largo que no se cortan y que envuelven en un turbante; Khanga, un pequeño peine de madera que guardan también dentro del turbante; Kirpan, una pequeña daga, solo para defenderse; Kara, un brazalete de metal que les recuerda que no deben robar; y Khacha, unos pantalones cortos de algodón, símbolo de castidad.

A pocos metros del templo se detienen en un ensanche de la calle y abren un enorme círculo. En el interior, el maestro de una escuela inglesa y sus alumnos, invitados con motivo del aniversario Khalsa, comienzan una lucha con sables, en parte simulación, en parte real. A veces utilizan palos, y algunos momentos el combate es cuerpo a cuerpo. Al ritmo de los tambores y de los gritos de los espectadores que les vitorean, los luchadores, entre los que se encuentran niños y niñas de corta edad, llevan a cabo con actitud valiente esta especie de danza atávica que recuerda en ocasiones a las artes marciales, y la ejecutan con vehemencia, en ocasiones incluso con furia, pero con armonía.

Para culminar la exhibición, el maestro coloca frutas sobre los cuerpos de algunos de sus discípulos y, con los ojos vendados, sable en mano, danza entre ellos. Cuenta los pasos, calcula la posición exacta de cada cuerpo, y con golpes limpios va partiendo en dos cada plátano, hasta llegar a la última fruta, una enorme sandía situada en el vientre de uno de sus alumnos, que corta en dos mitades perfectas de un sablazo rápido y enérgico. Toda la plaza estalla en aplausos mientras los luchadores se abrazan, saludan orgullosos y posan delante de decenas de cámaras y móviles.

A pesar de tratarse de un verdadero espectáculo, para los Sikh este ritual no es un simple baile de exhibición en las fiestas, sino un juego que contiene toda su realidad, su filosofía de vida, y su equilibrio. Una tradición ancestral que les ayuda a controlar la violencia sin renunciar a ella, una forma de dominar ese viento del Punjab que les habla de décadas de guerras y represión, y sobre todo, un medio para expresar su rabia y para vencer el miedo, y así poder seguir defendiendo y practicando en sus vidas, día tras día, su convivencia pacífica.

Son las 10 de la mañana de un domingo nublado en el centro de Barcelona, y los últimos Sikh que se amontonan alrededor de la entrada de su templo, en la calle Hospital, van cruzando la puerta de forma tranquila y desordenada. Una vez dentro se descalzan, se lavan los pies y las manos, si llevan la cabeza descubierta se cubren con un pañuelo naranja y caminan hacia el altar, donde se arrodillan haciendo una profunda reverencia. Después toman asiento en el suelo, mirando al frente: las mujeres a la izquierda, pasando a formar parte de un mar de velos de lentejuelas y bordados luminosos; y los hombres a la derecha, donde se distinguen algunos turbantes de vivos colores.

Hace ya unos minutos que ha dado comienzo el ritual que inaugura el Baisakhi, fiesta con la que cada primavera los Sikh celebran el nacimiento de la orden de los Khalsa, a la cual pertenecen todos los miembros de esta comunidad que deciden recibir el bautismo, y que se creó cuando su décimo gurú, llamado Gurú Gobind Singh, se bautizó a sí mismo y a los primeros Khalsa el 13 de abril de 1699.

Es difícil sentirse incómodo más de 10 minutos en un templo Sikh. No es muy silencioso, ni de estructura jerarquizada, y las personas ajenas a la comunidad que entran en este lugar de culto son bien recibidas y tratadas con hospitalidad. Pueden sentarse entre ellos y son invitados a comer con ellos, que los observan con curiosidad, pero con respeto, y les sonríen con cautela pero con calidez. En ocasiones cantan atronadoramente, y van repartiendo platos y sirviendo en ellos fideos secos y verduras rebozadas al curry. El té es muy dulce y especiado, y ellos muestran un inocente interés por saber acerca de los individuos que no pertenecen a su colectivo. No es extraño que Sikh signifique “discípulo” o “estudiante”. Muchos Sikh se muestran receptivos a aprender lo que desconocen, y están igualmente intensados en transmitir su cultura.

La religión Sikh nació en el siglo XV en el Punjab, una región al noroeste de la india en la frontera con Pakistán, ex colonia británica y, durante el siglo pasado, foco de numerosos conflictos, marcados por el choque entre el Hinduismo y el Islam, y por las tentativas de crear una nación Sikh, el anhelado Estado de Khalkistan. El Sikhismo nació como reacción contra el odio existente entre hindúes y musulmanes, incomprensible a ojos del primer gurú Sikh, conocido como Guru Nanak, que se opuso al sistema de castas y predicó la unidad de la humanidad, base sobre la que se construyó la religión Sikh. Su famoso Templo Dorado, en la ciudad de Amritsar, en el Punjab, tiene cuatro puertas para recibir a la gente que llega desde las cuatro esquinas del mundo. El pequeño templo de la calle Hospital, a pesar de contar sólo con una puerta, participa de la misma filosofía: familia, comunidad y humanidad son, para los Sikh, sólo una, y es esta conciencia de igualdad lo que hace que la mayoría de ellos cambien su apellido por aquel común a todos los Sikh: “Singh” para los hombres y “Kaur” para las mujeres, apellidos que significan “León” y “Princesa” respectivamente.

Una vez finalizada la ceremonia, comienza el desfile por las calles del barrio del Raval, abarrotado de repente de hombres y mujeres Sikh, algunos de ellos descalzos, y encabezado por lo que parece una especie de altar móvil adornado con guirnaldas de vivos colores y que porta el libro sagrado, Guru Granth Sahib, el último y definitivo gurú Sikh, que vive en una habitación sobre el templo donde es cuidadosamente atendido e incluso abanicado, y que para los Sikh es tan importante como una persona.

Entre la multitud es fácil distinguir a los Khalsa, protagonistas de la celebración, que lucen los cinco distintivos, símbolos de su fe, conocidos como las 5Ks: Kesh, pelo largo que no se cortan y que envuelven en un turbante; Khanga, un pequeño peine de madera que guardan también dentro del turbante; Kirpan, una pequeña daga, solo para defenderse; Kara, un brazalete de metal que les recuerda que no deben robar; y Khacha, unos pantalones cortos de algodón, símbolo de castidad.

A pocos metros del templo se detienen en un ensanche de la calle y abren un enorme círculo. En el interior, el maestro de una escuela inglesa y sus alumnos, invitados con motivo del aniversario Khalsa, comienzan una lucha con sables, en parte simulación, en parte real. A veces utilizan palos, y algunos momentos el combate es cuerpo a cuerpo. Al ritmo de los tambores y de los gritos de los espectadores que les vitorean, los luchadores, entre los que se encuentran niños y niñas de corta edad, llevan a cabo con actitud valiente esta especie de danza atávica que recuerda en ocasiones a las artes marciales, y la ejecutan con vehemencia, en ocasiones incluso con furia, pero con armonía.

Para culminar la exhibición, el maestro coloca frutas sobre los cuerpos de algunos de sus discípulos y, con los ojos vendados, sable en mano, danza entre ellos. Cuenta los pasos, calcula la posición exacta de cada cuerpo, y con golpes limpios va partiendo en dos cada plátano, hasta llegar a la última fruta, una enorme sandía situada en el vientre de uno de sus alumnos, que corta en dos mitades perfectas de un sablazo rápido y enérgico. Toda la plaza estalla en aplausos mientras los luchadores se abrazan, saludan orgullosos y posan delante de decenas de cámaras y móviles.

A pesar de tratarse de un verdadero espectáculo, para los Sikh este ritual no es un simple baile de exhibición en las fiestas, sino un juego que contiene toda su realidad, su filosofía de vida, y su equilibrio. Una tradición ancestral que les ayuda a controlar la violencia sin renunciar a ella, una forma de dominar ese viento del Punjab que les habla de décadas de guerras y represión, y sobre todo, un medio para expresar su rabia y para vencer el miedo, y así poder seguir defendiendo y practicando en sus vidas, día tras día, su convivencia pacífica.

Retrato de Paula Recarey


PhotoVerbum se alegra de la acogida que tuvo la presentación de la exposición de Paula Recarey y os deja aquí una foto de la protagonista.

martes, 14 de abril de 2009

Inaguración Paula Recarey en ClikExpos - AKAI




























El próximo Martes 21 de Abril a las 19:00, se realizara la inaguración de la exposición AKAI de Paula Recarey en Click Expos, ubicado en la calle Ramón y Cajal Nº12 , en el barrio de gracia. Exposición organizada por el Colectivo Photoverbum.
La muestra cuenta con una serie de 30 fotografías realizadas en Japón en año 2008 en donde busca enseñar una mirada de este país a través de retratos, elementos iconicos & espirituales, enseñado la urbe de día y de noche.

Sinopsis

Una mirada de Japón a vista de pájaro. Un país de contrastes y contradicciones, naturales y humanas. Un lugar donde apreciar la armonía y la belleza de una tierra exuberante y una tradición milenaria, que se manifiesta en sus construcciones y el carácter de sus amables y reservadas gentes.

La espiritualidad latente, que asoma incluso dentro de esas grandes urbes deshumanizadas en las que, al doblar una esquina, puedes encontrar un pequeño templo intimidado entre grandes rascacielos. El capitalismo salvaje.

Akai (Rojo) es el color que tiñe los iconos de Japón, la madera de los templos, la luz de las calles nocturnas, con sus neones y farolillos, y hasta la bandera. Mi mirada no puede abarcar la inmensidad de detalles que forman el rico carácter japonés, pero intenta ofrecer pinceladas intensas, instantáneas de todo lo que invade los sentidos de un fotógrafo, o de cualquier visitante, que tenga la suerte de aterrizar en ese rincón de oriente.




domingo, 12 de abril de 2009

Desastre en Italia



Esta semana fue trágica para los iltalianos y para la comunidad internacional debido a que unas 40.000 personas perdieron sus viviendas tras el sismo de magnitud 6,3 que impactó la región de Abruzzo durante las primeras horas del lunes, sorprendiendo a los residentes mientras dormían, causando la muerte de alrededor de 300 personas.

L'Aquila, fue una de las más afectadas por el desastre, y muchos de sus edificios e iglesias de siglos de antigüedad se derrumbaron.

Fabio Bucciarelli, integrante del Colectivo Photoverbum con residencia en Turín se desplazo a la zona del desastre para documentar la tragedia, siendo el terremoto más letal ocurrido en los últimos 30 años.